La mano que permanece


La luz del amanecer se colaba entre las hojas y molestaba mis ojos pequeños mientras caminábamos de la mano por las calles de la colonia en Mazatlán. El aire traía ese olor inconfundible a guano, mezcla de mar y gaviotas que despertaban a la ciudad. A mi altura, cada cruce era un desafío que debíamos superar con apretones de mano: un tirón atrás significaba alto; una presión firme, sigue.

No había nada extraordinario en esa escena, solo un padre y su hijo caminando juntos. Pero para mí, era un mundo entero. Mi padre, con su sonrisa segura y su paso firme, parecía conocer a todos. Cada cierto trecho, saludaba a alguien con un apretón de manos o un saludo en voz alta. “Él es mi hijo Daniel”, decía a veces, o con un tono juguetón, “él es el Danielito”. Y otras, con una intimidad que solo él entendía, me llamaba “Juanito de Buenos Aires”, un apodo que me molestaba entonces, pero que ahora me llena de nostalgia.

Mientras él tejía su red de saludos y sonrisas, yo llevaba conmigo preocupaciones que no sabía cómo expresar. Quería hablar, quería que me escuchara, pero su mundo era otro. Su sonrisa era un escudo que pretendía protegerme de lo negativo, aunque yo sentía que me quedaba solo con mis preguntas.

Mi padre nunca supo crear ese espacio seguro en mi vida. Sin embargo, mi madre se convirtió en mi confidente. La persona que una y otra vez me demostró que podía contar con su tiempo, sus consejos, sus preocupaciones y oraciones. No es solo que ella me escuchara, es que él nunca lo hizo. No es solo que ella sabía cuáles eran mis necesidades, es que a él nunca le importaron. No es solo que ella me dio todo lo que tenía, es que él me engañó haciéndome pensar que estaría ahí siempre. Sí, un adulto engañando a un niño y dejándolo justo cuando estaba a punto de convertirse en adulto.

Y mi yo de adulto cometió muchos errores. Errores que mi madre se atribuyó, echándose la culpa siempre y por todo.

Mi madre recibió cada uno de mis reclamos ingratos de adolescente, cuando el culpable era mi padre. Mi madre recibió la indiferencia de mi joven adulto creando una familia, cuando mi padre había desaparecido. Y mi madre me volvió a abrir las puertas de su casa cuando mi matrimonio se destruyó, cuando mi padre… sí… mi padre nunca tuve.

Y entonces, justo cuando más necesitaba su mano, esa mano que tanto admiraba me soltó. Fue un instante que rompió mi mundo pequeño. Pero aunque mi padre me soltó, mi madre nunca lo hizo. Su mano firme y constante fue el ancla que me sostuvo. Y yo, con la fuerza que me dio ese amor, nunca soltaré la mano de la madre que nunca me soltó.

Este relato es un recordatorio para mí y para ti: aprendamos a dejar de aferrarnos a quienes nos muestran que solo están con nosotros por un tiempo limitado. Dediquemos nuestras vidas a quienes, día a día, demuestran que nunca se irán.

Que estas páginas sean un puente para cuidar mejor lo cercano

Para que en círculos pequeños encontremos la fuerza para enfrentar el mundo.

Leer el último relato