Amor de madre: el dios que da todo por amor
Recuerdo las mañanas o tardes en Mazatlán, cuando mi madre nos llevaba de compras. No era un paseo cualquiera; era un ritual cargado de significado. Caminábamos por los pasillos inmensos del centro comercial, un lugar que parecía un mundo aparte, con sus olores mezclados de comida y perfumes, y la inmensidad de los pasillos donde varias veces me perdí, pero siempre fui encontrado, como si ese espacio también cuidara de mí.
Después de las compras, llegábamos al restaurante de comida rápida para niños, un lugar lleno de colores brillantes y sonidos familiares: el aroma a papas fritas recién hechas, el ruido constante de las charlas y risas contenidas, el tintinear de los vasos y las bandejas, y el murmullo de los juegos mecánicos que invitaban a la diversión. Era un refugio pequeño y alegre, donde el tiempo parecía detenerse para nosotros.
Mi madre nos dejaba elegir. Yo sabía en qué pasillo buscar los carritos Hot Wheels, no solo mi juguete favorito, sino mis mejores amigos imaginarios, un asistente para mi pequeño yo introvertido y altamente sensible, que buscaba expresarse pero difícilmente encontraba en el mundo real con quién. Aunque mi madre lo intentara, no me alzaba siempre, pues tenía que compartir su atención con mis hermanos. Ellos también merecían el amor de una madre. Mi yo de adulto ahora lo entiende, pero mi yo de niño aprendía a contentarse con sus juguetes para crear mundos extraordinarios.
Ahora, como adulto, entiendo que esa abundancia no era casualidad. Era el fruto del esfuerzo y sacrificio de mi madre, quien conseguía el dinero para el mandado con su trabajo y dedicación, mientras mi padre permanecía ausente, solo presente cuando necesitaba algo. Mi madre se privaba de muchas cosas para darnos lo que necesitábamos y lo que deseábamos, sin esperar nada a cambio… o quizás esperando ser correspondida por sus hijos.
Pensando en aquel pasaje de la Biblia, donde se habla del afán y la ansiedad, me doy cuenta de que mi madre era quien realmente sabía de nuestras necesidades, no un dios lejano ni un padre ausente. Ella era el sostén tangible, la que nos alimentaba y vestía con amor y sacrificio. Valores que ahora busco compartir con mis seres queridos a través de acciones materiales reales.
Desde el materialismo dialéctico, aprendo a valorar a quienes no solo te dan lo necesario, sino que se entregan en cuerpo y alma para consentirte, para crear recuerdos imborrables. A quienes se quitan el pan de la boca para que tú puedas comer. Y también aprendo a reconocer y alejar a quienes, como cargas tóxicas, ponen en riesgo tu bienestar y el de tu familia.
Si Dios existe, para mí ha sido mi madre, y para ti puede ser cualquier persona que dé la vida por ti:
“Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos.”
— Juan 15:13 (Reina-Valera 1960)
El amor a mi madre desde la perspectiva de mi yo de adulto no ha hecho más que aumentar con el paso del tiempo. ¿Cómo no retribuirla? ¿Cómo no darle todo lo que ella necesita? ¿Cómo no quitarme el pan de la boca? ¿Cómo no utilizar todos mis recursos para cuidarme, si lo que quiero es vivir más tiempo para cuidarla y que a ella no le haga falta? Darle todo lo que me sobra para que a ella ya no le vuelva a hacer falta nada.
Este relato es una invitación a disfrutar la abundancia y la escasez, a dar todo lo que puedas sin perder lo que necesitas, a ser libre para liberar a otros. Y sobre todo, a apreciar a quienes se sacrifican por ti, con amor silencioso y constante.
Que estas páginas sean un puente para cuidar mejor lo cercano
Para que en círculos pequeños encontremos la fuerza para enfrentar el mundo.
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