El hombre que se emancipó de su creador


Cuando el hombre ha perdido a Dios, se encuentra a sí mismo. — Friedrich Nietzsche

Desde antes de que yo pudiera recordar, mi madre me presentó ante Dios en una iglesia evangélica. Aquel acto, que parecía una simple ceremonia, inauguró una relación silenciosa con un ser que lo veía todo, incluso mis pensamientos más íntimos.

De niño creí en un absolutismo moral —aunque entonces no conocía ese nombre—. Cada vez que mis hermanos hacían travesuras, sentía un deber sagrado de acusarlos. El bien y el mal eran dos caminos claros, y mis acciones, buenas o malas, quedaban anotadas en algún libro invisible. Mi madre me inculcó el temor a Dios, ese ojo eterno que todo observa. Así aprendí a sufrir en secreto cada vez que pecaba, y a buscar con desesperación qué era, exactamente, lo que le ofendía.

Crecí dentro de la Iglesia, pero mi adolescencia fue un campo de batalla entre la culpa y el silencio. Fui víctima de abusos físicos, sexuales y emocionales; esas heridas moldearon mi fe. Me sentía observado y juzgado, sin poder hablar con mis padres ni con mis hermanos. Pensaba que Dios me veía caer una y otra vez, y que mi vergüenza era su castigo. Hubo noches en las que oré hasta el cansancio, pidiendo ser liberado de mí mismo.

A los catorce asistí a un encuentro con Dios. Sentí una luz interior, una paz que devolvió sentido a la vida. Decidí conocerlo con todo mi ser. Creía que todo lo bueno, agradable y perfecto venía de Él, y que debía estudiar su Palabra para alcanzar ese ideal. Me entregué al evangelismo y a las misiones convencido de que era la tarea más alta del ser humano. Supuse que todos los cristianos oraban y leían la Biblia; pronto descubrí que no era así. Entre más leía, más veía cómo las palabras sagradas podían usarse como cadenas. Observé a líderes manipular las Escrituras y, con dolor, comprendí que había sido tanto víctima como victimario.

Con los años, ya casado, descubrí la filosofía. El materialismo dialéctico me devolvió suelo. Entendí que detrás de las creencias hay causas materiales, condiciones que empujan a los hombres a buscar un Dios que dé sentido al sufrimiento. Noté que había pasado gran parte de mi vida mirando al cielo mientras olvidaba entender la tierra.

Hoy veo que la moral no es eterna ni dictada por una voz divina, sino humana, cambiante, contingente. Sí hay acciones buenas y malas, pero su medida no la define un ser invisible, sino nuestra capacidad de construir condiciones para una vida digna. La libertad no se alcanza negando a Dios, sino dejando de temerle. Y el amor —el verdadero amor— florece cuando abandonamos la obsesión por la redención y empezamos a comprender.

Alguna vez creí que, sin Dios, todo estaba permitido; ahora sé que, en su nombre, se han cometido atrocidades. Hoy vivo como un hombre emancipado de su creador: no necesito imaginar a un ser invisible para procurar una vida que merezca ser vivida.

La vida es compleja y, aun si Dios existiera, prefiero ejercer mi libre albedrío. Prefiero aceptar que no hay una sola respuesta correcta para ninguna pregunta; que la humanidad enfrenta dilemas tan profundos que ni siquiera ‘Dios’ parece dispuesto a resolverlos. Somos nosotros —su creación o su consecuencia— quienes debemos afrontarlos, o perecer en el intento.

No me considero un héroe. Quiero construir una comunidad de familiares y amigos que se propongan amarse: escucharse de verdad, trabajar en conjunto y crear una moral que proteja a los más vulnerables. Sin coerción. Con la voluntad de resolver, juntos, los problemas materiales que nos separan.

Que estas páginas sean un puente para cuidar mejor lo cercano

Para que en círculos pequeños encontremos la fuerza para enfrentar el mundo.

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