Contrabando de sueños compartidos


Había noches en que el mundo parecía estar hecho de sombras y rumores de vecinos. En casa, el aire olía a sopa recalentada y al esfuerzo de llegar vivos al fin de mes. Pero bastaba que mi madre dijera “hoy toca película” para que la rutina se partiera como una cáscara, y por una rendija entrara la magia.

A veces, no era una sala de cine: era el televisor tremolante, con su antena torcida, y una sábana colgada que hacía de cortina para disimular la pobreza con teatralidad. Mi madre se movía de un lado a otro preparando lo que llamabamos “botanas”: pepino, salchicha y, a veces, un poco de queso…

Su mirada lo explicaba todo: ese momento era sagrado. Nadie preguntaba por la falta de carne en la mesa ni por los ruidos del refrigerador moribundo. Éramos una familia completa, mirando una pantalla, creyendo que los héroes y las bailarinas también vivían en nuestra calle.

Cuando lograba llevarnos al cine, era distinto. Ella vestía como quien va a un estreno en Hollywood, aunque sus zapatos protestaran con cada paso. Y a sus hijos los vestía como si fueran reyes. A veces, los trabajadores del cine no nos veían que nos quedabamos sentados en silencio al terminar la película, o tal vez sí nos veían, pero no nos decían nada para que puedieramos disfrutar nuevamente de la película pues intuían que no teníamos dinero para otra. Mi madre nos llenaba las mochilas o bolsas con frituras y bebidas compradas fuera del cine pensadas para introducirlas de contrabando. Teníamos que fingir que nuestras mochilas o bolsas estaban vacías.

El proyector comenzaba a sonar, y yo sentía que el corazón me latía al ritmo del carrete. El brillo de la pantalla iluminaba las mejillas de mi madre, y por un segundo, ella también era una estrella de cine, con la mirada suspendida entre la ternura y la fatiga. Había algo de heroico en su forma de soñar: contrabandeaba alegría en bolsillos vacíos, convertía cada salida en rito, cada excusa en hazaña.

De adulto entendí que no era sólo cine. Era su manera de enseñarme que el mundo podía ser más amplio que nuestras paredes descarapeladas. Que había belleza incluso en mirar lo mismo juntos. Que la imaginación era una forma silenciosa de resistencia.

Los años, sin embargo, secan algo en uno. La prisa, los horarios, las pantallas pequeñas donde nadie se toca, donde se “ve”, pero no se “comparte”. A veces me descubro escogiendo películas solo, frente a la computadora, con auriculares que aíslan más que acompañan. Entonces me da por buscar aquel tipo de silencio que sólo existía al lado de mi madre: el de quienes saben que no poseen mucho, pero deciden disfrutarlo igual.

Hace poco fui al cine con un nuevo amigo. No estaba nada planeado. Era mi cumpleaños, pero no tenía pensado ir ese día. De casualidad nos encontramos cerca del cine y le extendí la invitación. Él aceptó un poco dudoso, como quien no quiere gastar. Quizás el hecho de ser mi cumpleaños lo convenció. Después de pagar las entradas me dispuse a comprar palomitas y refrescos, pero él se negó. Le dije que yo lo invitaba, pero aún se resistió. Lo convencí de aceptar una palomitas. Vimos aquella película y la disfrutamos juntos.

Cuando se apagaron las luces, reconocí la sensación. No era nostalgia: era la confirmación de que los sueños, cuando se comparten, renacen. Vi en los rostros iluminados la misma chispa que había en los ojos de mi madre. Era como si ella, desde algún lugar discreto, siguiera organizando este contrabando afectivo, asegurándose de que el amor no se marchite por falta de recursos.

Al final de la función, hubo risas, abrazos torpes y silencios tibios. Nadie habló de lo caro que está todo, ni de las deudas, ni del trabajo. Hablamos, por un rato, de lo que el cine nos hacía sentir: esa ilusión de que aún somos parte de algo, de que el mundo todavía puede ser un lugar habitable.

Esa noche entendí algo simple y poderoso: el amor no necesita escenarios grandiosos, sino personas dispuestas a inventar belleza con lo que tengan a mano. Mi madre lo supo siempre. Cada película, cada improvisación suya era un recordatorio de que no hay pobreza más triste que la de no compartir los sueños.

Piensa en una experiencia sencilla que puedas compartir con la mayoría de tus seres queridos —una película, una caminata, una cena improvisada— sin que el costo sea una excusa. Elige el plan más accesible posible y háganlo ritual. Reúnanse, rían, inventen. Porque esos momentos —aunque parezcan pequeños— son la verdadera riqueza que el dinero nunca podrá comprar.

Que estas páginas sean un puente para cuidar mejor lo cercano

Para que en círculos pequeños encontremos la fuerza para enfrentar el mundo.

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