La valentía de mi madre: huir para salvar a sus hijos
Todo niño tiene derecho a tener una familia. - Convención sobre los Derechos del Niño (CDN) de las Naciones Unidas.
La Convención dice que todo niño tiene derecho a tener una familia.
Pero ¿qué es una familia? ¿Quiénes la conforman? ¿Qué hace que una persona sea parte de una familia?
En los papeles, la respuesta parece sencilla. En la vida real, no.
Muchos niños crecen en entornos que no cumplen con esos derechos, y la ruptura del concepto de familia es una realidad silenciosa que muchos padres y madres viven en secreto. La familia, más que un estándar, es un territorio en conflicto.
En mi caso, la primera vez que experimenté una ruptura familiar fue cuando mi madre decidió huir de mi padre. Tomó a sus hijos, incluyéndome, y se mudó con su hermana a una ciudad lejana, a 24 horas de distancia en autobús.
Mi yo de niño no podía dimensionar lo que estaba pasando. Hoy, ya adulto, entiendo que no hacía falta una explicación honesta y detallada. Pero en aquel momento, emprender semejante viaje lleno de complicaciones e incertidumbre estaba completamente fuera de mi comprensión.
Mi madre, que entonces tenía unos 34 años, emprendió un viaje para intentar salvar a su familia de la violencia y la irresponsabilidad del hombre que le había jurado amor “hasta que la muerte los separara”. Sin embargo, la valentía de mi madre fue más fuerte que la muerte, porque ella puso el bienestar de sus hijos por encima de cualquier promesa vacía.
No puedo hablar por mis hermanos, pero para mí, para mi yo de ocho o nueve años (no recuerdo bien la edad), salir de mi ciudad era algo casi imposible de imaginar. Al principio creí que Tijuana era un municipio de Sinaloa que aún no me enseñaban en la escuela. Google Maps no era algo a lo que yo tuviera acceso, así que era difícil medir dónde estaba exactamente. No era solo otra ciudad: era otro estado, otro mundo.
Quien nos recibió fue una tía que entonces aún tenía a su familia “completa” (aunque la vida la llevaría, tiempo después, a un destino parecido al nuestro). Ella nos dio un hogar, un refugio, un amor incondicional. Nos aceptó en su casa como parte de su familia. Nos dio una habitación, y ahí pasamos nuestra primera noche como una familia rota.
Sí, mamá estaba con nosotros, pero ella ya no era la misma. Papá estaba lejos, lejos de nosotros. En mi mente infantil, yo creía que mis padres se amaban y querían lo mejor para sus hijos. Por un momento pensé que mi madre nos estaba alejando de mi padre, que todo era una decisión unilateral. Hoy, con la mirada del adulto que soy, entiendo que aquella decisión de huir fue uno de los actos de amor más grandes que una madre puede hacer por sus hijos.
Esa primera noche en Tijuana, estábamos sentados en el piso de la habitación que mi tía había tenido en su corazón la disposición de compartir con nosotros. En círculo, como si estuviéramos alrededor de una fogata invisible. Mi madre decidió abrir su corazón para intentar explicarnos lo que estaba pasando. Con mucho dolor comenzó a relatarnos cómo, a pesar de sus múltiples reclamos, mi padre no mostraba un interés real por el bienestar de su familia.
Nos explicó que su intención era protegernos y que huir era la única forma que veía posible. Tijuana, para ella, representaba un nuevo comienzo, trabajo y una nueva vida para nosotros. No era del todo cierto, pero no había forma de que mi madre lo supiera. Meses después, le daría otra oportunidad a mi padre.
Aquella noche, mis hermanos y yo, en medio de llantos, le confesamos a nuestra madre que, aunque no entendíamos lo que estaba pasando, confiábamos en que ella nos iba a proteger. Lloramos, nos abrazamos y, sin darnos cuenta, nos dormimos.
Nunca olvidaré ese día, porque ahí descubrí que la familia no es un concepto estándar, sino una realidad que se construye día a día. Mi madre decidió poner nuestro bienestar por encima del amor que sentía por mi padre. Sí, ella lo amaba; lo demostraba cada día. Pero también sabía que el amor, por sí solo, no basta para proteger a los hijos. Con todo el dolor de su corazón, eligió huir para salvarnos.
Con el tiempo, ese día ha ido cambiando de significado. Mi madre le dio otra oportunidad a mi padre, y eso, lejos de confundirme, sembró en mí una idea que me ayudó a aceptar su ausencia definitiva cuando cumplí 17 años.
Saber que mi madre le dio otra oportunidad a mi padre me permitió entender que la ruptura familiar no es algo que debamos temer como una condena, sino algo que, a veces, puede ser trabajado, sanado o, en último caso, asumido. Puede ser una herida que cicatriza con el tiempo y la paciencia. O puede ser una decisión definitiva. En ambos casos, una familia, aun fragmentada, puede seguir siendo un refugio para quienes deciden crecer dentro de ella.
Hoy creo que la familia que elegimos es, muchas veces, más valiosa que la familia que nos toca. Que la persona que decide apoyarte sin condiciones es más valiosa que quien comparte tu sangre, pero es indiferente a tu dolor, a tu sufrimiento, a tu desesperación.
La sangre puede unir cuerpos.
Las decisiones unen almas.
Hoy te invito a que tomes un momento para reflexionar sobre tus familiares y amigos, sobre esos seres cercanos con los que has crecido, con quienes has compartido momentos difíciles y felices. Piensa en quienes fueron refugio para ti cuando todo temblaba.
Dedícales unas palabras de amor, de apoyo, de cariño. Tómate el tiempo de escucharlos, de mirar más allá de sus sonrisas y reconocer sus necesidades. Intenta ser tú un refugio para ellos.
La familia no siempre es la que heredamos.
A veces, la familia es la que construimos en el camino.
Construye tu propio concepto de familia.
Cuida a quienes te cuidan.
Elige, cada día, ser refugio para alguien.
Que estas páginas sean un puente para cuidar mejor lo cercano
Para que en círculos pequeños encontremos la fuerza para enfrentar el mundo.
Leer el último relato